Artículo de opinión firmado por Jose María Castilla, director de la Oficina de ASAJA en Bruselas
A menudo, los debates de Bruselas parecen lejanos, envueltos en tecnicismos que nada tienen que ver con la vida diaria de quienes vamos al supermercado a llenar la cesta. Pero lo cierto es que lo que hoy se discute en Europa sobre la Política Agraria Común (PAC) afecta directamente a algo tan básico como la comida en nuestra mesa, su precio y su calidad.
La Comisión Europea ha presentado unas propuestas que no solo recortan un 20% del presupuesto destinado a la agricultura, sino que además ponen en riesgo el carácter común de la PAC. Y conviene explicar qué significa esto en palabras sencillas: sin una PAC fuerte y compartida, cada país tirará por su lado, se romperá el equilibrio del mercado y, al final, los agricultores y ganaderos quedarán a merced de reglas desiguales. Eso no es una abstracción, eso acaba repercutiendo en el consumidor, en ti, en mí, en todos.
¿De verdad queremos una Europa que, en tiempos de incertidumbre global, decida recortar en alimentación? Porque de eso hablamos: de seguridad alimentaria. Con menos apoyo al campo, produciremos menos y dependeremos más de terceros países. Y cuando hay dependencia, los precios suben, la calidad baja y la seguridad se resiente.
Los agricultores no están pidiendo privilegios, están pidiendo condiciones mínimas para seguir trabajando. Son ellos quienes garantizan que podamos seguir comiendo productos de calidad, frescos, locales y asequibles. Reducir el apoyo y complicar aún más la burocracia es un error estratégico y un golpe directo a nuestro modelo social.
La agricultura no es una variable de ajuste: es la base de la vida. Europa se construyó sobre la idea de que ningún ciudadano debía pasar hambre y que los agricultores debían poder vivir dignamente de su trabajo. Hoy, esa idea corre peligro.
Por eso, no es solo una cuestión de agricultores o de Bruselas. Es una cuestión de todos. Porque si el campo se apaga, la ciudad se queda sin luz.